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La crisis que se instaló en los países latinoamericanos desde comienzos de los años ochenta ha tenido, y sigue teniendo, profundas consecuencias sobre la familia y los modos de vida de sus miembros. El deterioro de las condiciones de vida de la población que se hizo visible en el año 2002 no comenzó entonces ni tampoco obedeció exclusivamente a causas coyunturales.
 

El abandono del modelo sustitutivo de importaciones a mediados de los setenta, fue seguido por una década de estancamiento. Comenzaba un proceso de reestructuración económica que tuvo fuertes repercusiones en el mercado de trabajo. Mientras la desocupación llegó a niveles no igualados antes en la historia del país, atacando de modo despiadado no sólo a varones jóvenes, sino especialmente a los jefes de hogar, un número creciente de mujeres casadas y unidas, madres y cónyuges de edades medias, ha salido a trabajar para aportar ingresos a los presupuestos familiares y a recorrer trayectorias laborales cada vez mas duraderas y menos interrumpidas por circunstancias familiares, de modo semejante a las de sus cónyuges.
 

Estos cambios en el mercado de trabajo han tenido implicaciones directas para la estructura y la dinámica de la familia. Es interesante en este sentido, el planteo de Catalina Wainerman, entre otras investigadoras, que indaga lo que está pasando en la intersección entre los cambios en el mercado de trabajo y los cambios en la familia desde la perspectiva de género. Específicamente, en qué medida están aumentando los hogares de dos proveedores, es decir aquéllos en que ambos miembros de la pareja conyugal están en el mercado de trabajo. Esta nueva situación trastoca la definición de las identidades de género y de las prácticas cotidianas que habían dominado hasta los años cincuenta. . . . .

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